Parece innegable la necesidad de un mayor desarrollo en el mercado de renta fija sostenible
Según la Unión Europea, la financiación de la transición hacia una economía más sostenible de aquí a 2030 rondará los 260.000 millones de euros al año. Y de esta cantidad, un porcentaje muy significativo será destinado a la mitigación y adaptación del cambio climático, como consecuencia de la urgencia que impone este desafío frente a otros objetivos sociales (educación de calidad, igualdad de género, sistemas de salud universales…) o medioambientales (gestión eficiente del agua, de los recursos naturales, impacto en la biodiversidad…). El elevado endeudamiento de los Estados y las mayores exigencias de capital a las entidades de crédito hacen que los mercados de capitales y el sector privado cobren un papel muy importante en la gestión de la crisis climática.
En los últimos años, hemos visto cómo el patrimonio en estrategias de inversión sostenible (comúnmente conocidas como ISR) no deja de batir récords en volumen de activos bajo gestión. La inversión sostenible y responsable continúa creciendo exponencialmente en todas las categorías de instrumentos, pero, sin duda, uno de los activos sostenibles que mayor reconocimiento sigue cosechando en los mercados cotizados es el bono verde.
Según datos de Climate Bonds Initiative, en 2020 se alcanzó la cifra de 270.000 millones de dólares en emisiones verdes. Y es que, desde que se realizara la primera emisión de esta tipología de bonos en 2007, la tendencia se ha mantenido al alza, permitiendo así alcanzar a cierre de 2020 un volumen total emitido desde sus orígenes de un billón de dólares. Sin embargo, y siendo conscientes del enorme reto que plantea la transición hacia una economía baja en carbono, ¿podemos decir que los bonos verdes son suficientes en la lucha contra el cambio climático, o debemos ampliar el universo de emisiones de deuda que aborden este desafío desde otra perspectiva?